domingo, 20 de noviembre de 2011

Estrechez mental

Hace más de cinco décadas que los ingenieros empezaron a miniaturizar los transistores para empaquetarlos en dispositivos cada vez más pequeños. Ha llegado un punto en el que las minúsculas dimensiones comienzan ser un problema. Estos cacharritos se encargan de decidir si hay señales eléctricas que transmitir, ya sea en fibra óptica, en transmisiones por radio o en los circuitos integrados de los ordenadores[1]. Cuando llegan a un punto de pequeñez, unos 10 nanómetros, un simple átomo de boro puede desestabilizar todo el transistor, lo que afecta a su funcionamiento. En este caso el transistor ya no sabría diferenciar entre una verdadera señal y el ruido.
Exactamente lo mismo ocurre con las neuronas. Como vimos en la sección anterior, los seres humanos hemos conseguido tener  más neuronas, más pequeñas y más interconectadas de lo que correspondería a un cerebro como el del homo sapiens. Una forma de optimizar nuestras capacidades cerebrales sería, siguiendo esta lógica, tener neuronas cada vez menores. Pero parece que hemos llegado a un punto en el que, como ocurre con los transistores, existe un “límite físico de miniaturización”. Como la creatividad de los guionistas de El Intermedio: no puede ser menor.
Si las neuronas fuesen cada vez más pequeñas tendrían axones (ya saben, la ramificación larga de las células nerviosas) cada vez más estrechos. Esto tendría consecuencias negativas por la generación de ruido, de impulsos nerviosos que no quieren decir nada. Intentaré explicarme. Imagínense una cuerda muy robusta, como las que se utilizan para los barcos en los muelles. Si le cae una gota de agua a la cuerda, solo se manchará una zona, sin impregnarla entera. Pero si a un hilo le echas la misma gota, comenzará a propagar el agua a lo largo de varios centímetros. La gotita accidental es, en el caso neuronal, una apertura aleatoria de los  canales iónicos del axón (que son pequeñas válvulas que dejan fluir iones de potasio, sodio o calcio para generar los impulsos eléctricos). Como afirma Douglas Fox en su artículo “La física de la inteligencia”, “debido a su pequeño tamaño (el de las válvulas), las meras fluctuaciones térmicas abren y cierran canales”. Si el axón tiene un determinado grosor, estas fluctuaciones no crearán una reacción en cadena, ya que la apertura de un canal no derivará en la de sus vecinos por simple cuestión de distancia. Como en la cuerda del barco, ¿me siguen? En el caso del hilo, o del axón estrecho, la apertura aleatoria derivará en un impulso sin información. Es decir, excitará las células nerviosas para nada, generando lo que conocemos por ruido.  
¿Y por qué demonios tiene lugar esta apertura de las válvulas de forma aleatoria? ¿No sería más fácil que las válvulas sólo se abrieran cuando tuvieran un impulso nervioso con información real? No generaría tanto ruido, pero costaría más energía. Como señala este artículo de la revista Investigación y Ciencia, “parece que las neuronas ahorran energía gracias a que el gatillo que dispara la apertura y cierre de los canales iónicos es extremadamente sensible. El precio que pagan por ello es que cada canal se abre y se cierra de manera poco predecible.” Un ejemplo para que mis ciegos lo vean. Si ponemos un sistema de luz en el salón de casa que se active con el movimiento, puede que tengamos la bombilla del salón encendida por el revoloteo de una mosca (se generaría ruido). Sin embargo, con el sensor de movimiento nos ahorramos el esfuerzo de buscar el interruptor y subirlo para tener luz en la sala de estar.
Vale, desechemos la opción de hacernos más inteligentes a partir de una mayor densidad de neuronas en un cerebro de igual tamaño. En la sección de la semana pasada también olvidamos la idea de agrandar el cerebro, ya que tendríamos unas células nerviosas con axones largos y lentos debido a la lejanía entre ellas. El procesamiento de la información sería más lento, como ocurre en el cerebro de los elefantes. Además, las neuronas alejadas consumirían muchísima energía. ¿Hay otras alternativas para aumentar nuestras humildes capacidades intelectuales? Pues sí y no. Haberlas hay las. Pero con efectos secundarios.
Podríamos, por un lado, aumentar las conexiones entre las neuronas. La comunicación entre las partes del cerebro se aceleraría, pero siempre a costa de un cableado que ocuparía demasiado espacio y un enorme consumo de energía. La última opción es engrosar los axones sin agrandar el cerebro para aumenta la rapidez con que las señales pasan de neurona a neurona. Pero ocurriría exactamente lo mismo que en el caso anterior: los axones ocuparían mucho sitio y necesitarían una enorme cantidad de energía. Que no hay manera, vamos; ni cerebros más grandes, ni más neuronas, más conexiones o axones más gruesos. Por ahora, nos quedaremos con la tontería que la evolución nos ha dado.
Hay algo curioso en los cerebros. Si analizáramos el de una abeja, un pulpo y un mamífero, a primera vista no se parecerían en nada. Aun así, al fijarnos “en los circuitos cerebrales encargados de tareas como la visión, el olfato o la memoria episódica, comprobaremos que todos ellos se arreglan conforme a las mismas disposiciones básicas. Una convergencia evolutiva semejante suele indicar que la solución anatómica o fisiológica en cuestión ha llegado a su madurez, por lo que tal vez no quede mucho lugar para posibles mejoras.”. Así comenta Douglas Fox en este artículo las limitaciones que impone la naturaleza a la evolución.
Mientras escribía esta paranoia neuronal, unos compañeros se enfrascaron en una discusión sobre la inteligencia. ¿Qué es? ¿Puede medirse? ¿Hay distintos tipos? ¿Son inteligentes los animales? Lo único que saqué en claro es que el concepto lo hemos creado nosotros, por lo que lo abordaremos siempre desde un punto de vista antropocéntrico. 
Yo no soy inteligente, eso está claro. Soy lista, que es distinto.


[1] FOX, Douglas, “La física de la Inteligencia”, Investigación y Ciencia, septiembre 2011, pág 21.

No hay comentarios:

Publicar un comentario