martes, 20 de diciembre de 2011

Sangre caliente

Después de pasarme las últimas secciones hablando de muerte, ahora no cambio mucho de tema. No quiero que me tomen por sádica, de veras. Pero dentro del amplio espectro de temas biológicos que podía tocar para esta semana, no sé por qué, me interesó la sangre. Sí, la sangre. Cualquiera que haya pasado el parvulario con un mínimo de atención a la profesora, sabrá que hay animales de sangre fría y animales de sangre caliente. Nos ponen siempre el ejemplo de los lagartos. Se ponen al sol y hala, ya tienen el calor suficiente para las reacciones bioquímicas de todo el día. Pero entonces, si es tan fácil obtener una temperatura adecuada para la vida, ¿por qué nosotros estamos siempre a 37ºC, como si nuestro termómetro interno se hubiera atascado?
Los alumnos están poco acostumbrados a preguntar a los profesores sus dudas. Aunque generalmente no las hay, ya que ni siquiera existe interés en la explicación. Pero deberíamos fomentar en los niños el hacer la pregunta incómoda: ¿por qué? “¿Por qué, señor profesor, los lagartos tienen sangre fría y nosotros sangre caliente?” Son estos momentos los que llevan al pupilo a la sorprendente conclusión de que su maestro no lo sabe todo. Señor profesor, ciego mío, escuche con atención esta sección. Vamos a explicar lo que podemos saber sobre la sangre, la fría y la caliente.
En principio podríamos asociar la sangre caliente a un ritmo de vida alto, ya que con la temperatura se aceleran todas las reacciones bioquímicas. Y es cierto, podemos estar más tiempo haciendo ejercicio que los lagartos. Tenemos mayor resistencia que los animales de sangre fría. Sin embargo, cualquier reptil podrá ganarnos en distancias cortas. Son rapidísimos. ¿Cuánto tarda una lagartija en esconderse tras una roca? En menos que canta un gallo se esfuma. Pero estará largo rato, incluso horas, recuperándose del esfuerzo. Nosotros podemos correr kilómetros (unos más que otros, claro está) y sólo sudar la camiseta. Además, podemos hacerlo de noche, cuando ellos, con su temperatura corporal dependiente del sol, estarían helados y rendidos.
Dragón de Komodo
Pero es lógico que tengamos más resistencia. Tenemos que estar constantemente buscando comida para nuestro cuerpo de sangre caliente con su acelerado ritmo de reacciones metabólicas. De hecho, un mamífero come en un día lo que un reptil en un mes. No obstante, ellos, con su tranquilo ritmo de vida, viven más años y tienen más hijos. ¿Conocen al gran dragón de Komodo? Un lagarto de 2 metros que vive nada menos que 30 años de media. Si hubo alguno que, como yo, nació en el 89, le quedan la friolera de 8 años de vida, casi nada. Cuando yo encuentre un trabajo bien remunerado, más o menos, el dragoncito se irá a criar malvas.
Espera un momento, hay algo que no me cuadra. Tienen que buscar menos comida, viven más años, tienen más hijos, ¿y nosotros solo podemos vagabundear por ahí de noche? Pues menuda porquería, mejor me hago reptil y a la porra. Tanto ir al súper no me sale rentable. ¿Por qué la evolución benefició a los de sangre caliente? ¿Por qué hay entonces tanto mamífero y ave con vida estresada por dar de comer a sus pocas crías? Tenemos alguna que otra ventaja añadida, todo sea dicho. Al tener una mayor resistencia podemos caminar kilómetros y kilómetros (véase la caminata del Pino) sin grandes esfuerzos. Esto nos lleva a una expansión del nicho. Si la comida escasea en un lado, nos buscamos otro. Y no tenemos problema si el lugar del almuerzo y el de reposo están algo lejanos, podemos recorrer la distancia cada día sin morir de agotamiento.
Otra considerable ventaja de la sangre caliente, aunque no generalizada en la especie humana, es una mayor capacidad intelectual. Bueno, corrijo, cerebros mayores. Y esta cualidad no viene unida, en muchos casos, a una inteligencia o ingenio superiores (como ya vimos hace algunas semanas). Es una consecuencia lógica. Si los seres de sangre fría necesitan menos recursos que los de sangre caliente, estos últimos destinarán más combustible al cerebro que los otros. Si comes más, tienes más para gastar en ese olvidado órgano bajo el cráneo. En el caso de los humanos (repito, estoy convencida de que no todos, véase algunos profesores de mi facultad), en general destinamos alrededor de un 20% de nuestros recursos al cerebro.
Y a todo esto, ¿por qué sangre caliente? Tenemos un ritmo acelerado, vale. Podemos correr como locos por ahí, día y noche, buscando alimento, vale. Tenemos cerebros más grandotes, vale. Pero… ¿De dónde viene la sangre caliente? ¿De dónde sale esa temperatura? Pues, aunque no se lo crean, quizá la sangre caliente sea un simple efecto secundario. Un efecto que luego se aprovechó, evidentemente. Pero secundario al fin y al cabo. Los órganos de los animales de sangre caliente están turbocargados. ¿Cómo? Turbocargados. Esto quiere decir que tienen muchas mitocondrias, que son las centrales energéticas de las células. Se tienen tantas para mejorar el rendimiento. Las mitocondrias necesitan oxígeno para realizar la respiración celular, que es el proceso que da energía a la célula. Estas reacciones químicas generan calor. ¡Bingo! Ya tenemos de dónde sale tanta temperatura: de las reacciones que tienen lugar dentro de las mitocondrias, las cuales mejoran el rendimiento del animal.
Empezamos hablando sobre la necesidad de plantearnos cuestiones, el por qué de las cosas. Y aquí me parece a mí que falta alguno. ¿Por qué demonios hay tanta mitocondria en las células de los animales de sangre caliente? Para responder a esta pregunta debemos remontarnos muuuy atrás, algunos cientos de millones de años atrás. Y lo haremos, cómo no, en la próxima sección de Biología para mis ciegos.

domingo, 18 de diciembre de 2011

La fiesta de la muerte

Después de tantas semanas no sé ya ni por dónde iba. ¡Ah, sí! La muerte. Hace mil millones de años, es decir, en la última sección de biología para mis ciegos, hablábamos de unas bacterias suicidas. ¿Recuerdan? Algunas cianobacterias, que son aquellos organismos  procariotas y verdosos que llenaron la atmósfera de oxígeno en su día, ponen en marcha un mecanismo de autodestrucción cuando así lo requieren las circunstancias coloniales.
Este hecho parece altruista, ¿no? Morir por la patria y todas esas chorradas rimbombantes. Pues no señores, no. Hoy en día no hay nada gratis, ni el suicidio bacteriano. Lo que realmente ocurre es que las cianobacterias pagan el precio de sus propias vidas por un producto mucho mejor: la supervivencia de sus genes. Para explicar claramente este concepto debemos abordar de manera sencilla la teoría del gen egoísta de Richard Dawkins. Muchos habrán oído ese nombre. ¿No es ese ateo ateísimo que escribe libros de divulgación científica? El mismo. Según él, la base de la evolución es el egoísmo de los genes.
Todos han escuchado hablar de genes. De hecho, demasiada gente usa el término sin tener muy claro el concepto que se esconde detrás. ¿Qué es un gen? Podemos describirlo de forma simple como la unidad de información para definirnos como seres vivos. Esta definición, que conste, es made in Laura y tiene muchísimos matices, lo sé. Pero para aclarar a mis ciegos de qué tratamos lo mejor es una sencilla definición.
Un gen dice si eres rubio, otro si eres alta, otro si tienes los ojos azules,… Los genes nos definen, son los arquitectos que dan las instrucciones precisas para la construcción de un edificio: el ser vivo. Según plantea Dawkins, la evolución se lleva  a cabo a nivel de los genes. Son ellos los que quieren sobrevivir, por lo que actúan de forma egoísta para pasar de una generación a otra. Nosotros solo somos, “máquinas de supervivencia”, meros instrumentos para pasar los genes a próximas generaciones. Pero en cada una de ellas se producen mutaciones, lo que lleva a crear genes o grupos de genes novedosos. Si hacen que la máquina de supervivencia pueda llegar a reproducirse más eficazmente, creando nuevas máquinas que porten el mismo gen mutante, esa mutación prevalecerá y se hará cada vez más común entre los individuos de la especie, ya que se reproducirá mejor que los que no tengan tal gen.
Así surgen genes egoístas que desean seguir permaneciendo dentro de las máquinas de  genes. Es como una competición génica que tiene lugar dentro de generaciones y generaciones de seres vivos. Los genes que mejor doten al individuo para la reproducción, ganarán el partido. Pero como la competición no termina nunca y las presiones son constantes, cambiantes y casi infinitas, ganar un partido no significa mucho. Y…bueno, según Dawkins, la evolución funciona más o menos así.
Después de estas nociones básicas volvamos a la muerte. Dijimos que las señoritas cianobacterias suicidas no eran altruistas. ¿Por qué? Pues porque, como toda la floración de bacterias comparte los mismos genes, si las más débiles siguieran vivas e infectasen a todas sus hermanas idénticas, realmente estarían perjudicando a sus propios genes. Mejor que unas pocas se salven y comiencen una nueva vida en otra parte donde los genes puedan seguir propagándose de generación en generación. Los genes egoístas quieren sobrevivir, y prefieren hacerlo en unas pocas máquinas de supervivencia que ser eliminados completamente de la competición. Por eso programan a las cianobacterias para el suicidio en caso necesario. Morir por el grupo, sí, pero con beneficios propios.
La muerte de los organismos unicelulares es una cosa, pero ¿qué ocurre con los pluricelulares? ¿Por qué nos morimos si cada una de nuestras células guarda el conjunto de genes? Para explicar este fenómeno, empecemos hablando de la diferenciación. Las células que forman nuestros esculturales cuerpos deben diferenciarse para obtener una mayor productividad. Es lo mismo que una sociedad. Si todos nos dedicáramos a todo, esto sería un caos. No existirían peluqueros, ni carniceras, ni taxistas, ni senadores… Bueno, esto último estaría bien. A lo que iba, que cada uno debería sacarse las castañas del fuego sin un mínimo de cooperación con los demás. Pero cuando nos organizamos en sociedad y cada uno se especializa en una materia concreta, toda la comunidad vive mejor.
Lo mismo ocurre en un organismo pluricelular. Al especializarse cada grupo de células en una tarea, todas salen ganando. Resulta que se han especializado tanto que solo un tipo de células se encargan de llevar los genes a las próximas generaciones: las células germinales, es decir, los óvulos y espermatozoides. Cuando ambos se funden en la fecundación y, finalmente, nace un retoño, las células germinales de los padres van a sobrevivir a la muerte de los mismos al haber creado una nueva máquina de supervivencia donde guardar la mitad de sus genes (una mitad del padre y otra de la madre). Este, a su vez, cuando se haga mayor también tendrá sus propios hijos, los cuales tendrán la mitad de sus genes y un cuarto de los abuelos. Y así sucesivamente…
Por tanto, si son las células germinales las que realmente parten el bacalao, ¿por qué iba a mantener nadie el resto de células que conforman el cuerpo? Estas son completamente desechables, temporales. Así que al cementerio con ellas. Además, hay otra razón para la muerte. Sin ella, no existiría selección natural ni evolución, y sin ellas, nosotros no seríamos parte de la fiesta. Una fiesta donde la muerte es la anfitriona. 

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La colega de la guadaña

Quizá macabro, pero real como la vida misma. El tema de hoy es una parte tétrica pero cotidiana en la biología: la muerte. ¿Por qué demonios morimos? ¿Qué función tiene la muerte? Una cuestión fundamental en medicina, resulta ser la prolongación de la vida unida a una prolongación de la juventud. Pongamos el ejemplo del troyano Titono. El tío se lió con una diosa, y esta pidió a Zeus que le diese a Titono la inmortalidad. Sin embargo, se olvidó de nombrar la juventud, por lo que Titono fue eternamente viejo. ¿De qué nos sirve aumentar la esperanza de vida si no va unida a una más larga juventud? Existen casos en la naturaleza en los que ambos conceptos han ido de la mano. Un buen ejemplo son las zarigüeyas. Aquellas que han vivido en ambientes protegidos de depredadores durante milenios viven el doble y envejecen mucho más lento. Pero nosotros, pobres humanos, hemos aumentado considerablemente nuestra esperanza de vida solo para ser viejos más años. La juventud sigue levantando el vuelo a la misma edad y la vida máxima sigue siendo los 120 años pese a todos los avances en higiene y medicina. ¿Acaso tenemos una muerte programada? ¿Existe acaso este tipo de muerte?
Para responder a esta pregunta adentrémonos en el mar. Nos encontramos de repente con una floración de cianobacterias, un cúmulo de bacterias azul verdosas suspendidas en el agua. Estos organismos procariotas, es decir, sin núcleo celular, realizan la fotosíntesis y expulsan oxígeno como desecho. Tuvieron una inmensa importancia en la oxigenación de nuestra atmósfera, que hace tres mil millones de años de oxígeno tenía lo que yo de piloto. El caso, las cianobacterias. Te las encuentras ahí, todas juntitas flotando en el mar en una colonia verdosa. Vas al día siguiente con tu yate y ya no están, la colonia se ha disuelto de la noche a la mañana. ¿Qué ha pasado?
Citando a Nick Lane, autor del libro Los diez grandes inventos de la evolución, “Estas enormes multitudes de bacterias no se mueren sin más: se suicidan de forma totalmente deliberada. Todas y cada una de las cianobacterias contienen en su interior la maquinaria de la muerte, un antiguo sistema de enzimas extraordinariamente similares a los de nuestras propias células, dedicados a desmantelar la célula desde dentro.”
¿Cómo va a suicidarse una cianobacteria? ¡Anda ya! Este hombre fuma algo que le sienta muy mal… Pues no. Es totalmente cierto. Las cianobacterias se suicidan, tienen mecanismos para suicidarse. Un mecanismo muy, pero que muy parecido al que tienen las células de su cuerpo, querido ciego. Este aspecto lo trataré en la siguiente sección, así que por ahora intentemos entender por qué demonios se autoaniquilan las bacterias verdosas.
Virus bacteriófago atacando a una bacteria.
Los virus bacteriófagos tienen algo que ver. Estos pequeños malvados infectan a la bacteria inyectando su material genético para bloquear las funciones normales de la célula. De esta forma, la bacteria comienza a “crear” virus dentro de sí misma hasta que se rompe la membrana celular, salen los virus y se van tan campantes a infectar a otras células. La batalla entre bacteriófagos y bacterias está muy relacionada con la capacidad autosuicida. Como hemos visto los virus pueden poner en peligro toda la floración, ya que puede aumentar de forma exponencial el número de células infectadas. Ante este o cualquier otro peligro para la colonia (“como la radiación ultravioleta intensa o la privación de nutrientes”[1]) las cianobacterias se destrozan a sí mismas por dentro.
Todo el proceso se pone en marcha mediante la activación de unas enzimas de la muerte llamadas caspasas. Las enzimas son moléculas que aceleran las reacciones químicas que tienen lugar dentro de la célula. A mí me las explicaron de la siguiente manera: si en tu casa hay un mosquito y lo quieres matar de un zapatillazo en el aire poco vas a conseguir; pero si el insecto se posa en la pared la cosa se facilita. La pared es la enzima que junta las moléculas necesarias para que tenga lugar la reacción. ¿Por qué me salen ejemplos tan macabros?
Tal como afirma Lane en su obra, “Estas especializadas proteínas de la muerte (las caspasas) destrozan las células desde dentro. Actúan en cascadas, en las cuales una enzima de la muerte activa la siguiente de la cascada, hasta que cae sobre la célula un ejército completo de verdugos”. Verdugos, por cierto, que activa la propia cianobacteria, ya que es mejor suicidarse que ser asesinado por un miserable virus que puede cargarse a toda la colonia.

Aquí os dejo un ejemplo de cómo actúan las capasas en células enfermas. Yo flipé con el vídeo. Gracias, Celia ;)


Menudo sentido de la responsabilidad, chaval. Además, es un suicidio colectivo para que unas pocas sobrevivan y puedan crear una nueva floración cuando pase el peligro. Rollo “¡No te preocupes por mí! ¡Sálvate tú!”. Las células más débiles se quitan de en medio ante una amenaza activando las caspasas. Pero las más fuertes se convierten en esporas resistentes que crean una ciudad de cianobacterias en otro lugar más seguro.
¿Recuerdan el paseo en yate y el encuentro con la colonia de bacterias verdosas? Cuando volvíamos al día siguiente no había nada. Ahora sabemos por qué. Una tragedia había tenido lugar ante nuestras narices y nosotros sin darnos cuenta. La floración desapareció por el suicidio de muchas de sus componentes. Algunas pocas supervivientes quedaron sin rumbo en busca de un nuevo hogar.
Las cianobacterias llevan en este planeta… buff! Lo más grande. ¿No tendrá acaso su autodestrucción alguna relación con la que se produce en las células de nuestro propio cuerpo? ¿Están aquí las bases de la muerte? Nick Lane puso a la colega de la guadaña como uno de los grandes inventos de la evolución. Quizá así sea, porque, tal como dijo la mamá de Forrest Gump, la muerte forma parte de la vida.




[1] LANE, Nick, 2009, Los diez grandes inventos de la evolución, Madrid, Editorial Ariel.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Estrechez mental

Hace más de cinco décadas que los ingenieros empezaron a miniaturizar los transistores para empaquetarlos en dispositivos cada vez más pequeños. Ha llegado un punto en el que las minúsculas dimensiones comienzan ser un problema. Estos cacharritos se encargan de decidir si hay señales eléctricas que transmitir, ya sea en fibra óptica, en transmisiones por radio o en los circuitos integrados de los ordenadores[1]. Cuando llegan a un punto de pequeñez, unos 10 nanómetros, un simple átomo de boro puede desestabilizar todo el transistor, lo que afecta a su funcionamiento. En este caso el transistor ya no sabría diferenciar entre una verdadera señal y el ruido.
Exactamente lo mismo ocurre con las neuronas. Como vimos en la sección anterior, los seres humanos hemos conseguido tener  más neuronas, más pequeñas y más interconectadas de lo que correspondería a un cerebro como el del homo sapiens. Una forma de optimizar nuestras capacidades cerebrales sería, siguiendo esta lógica, tener neuronas cada vez menores. Pero parece que hemos llegado a un punto en el que, como ocurre con los transistores, existe un “límite físico de miniaturización”. Como la creatividad de los guionistas de El Intermedio: no puede ser menor.
Si las neuronas fuesen cada vez más pequeñas tendrían axones (ya saben, la ramificación larga de las células nerviosas) cada vez más estrechos. Esto tendría consecuencias negativas por la generación de ruido, de impulsos nerviosos que no quieren decir nada. Intentaré explicarme. Imagínense una cuerda muy robusta, como las que se utilizan para los barcos en los muelles. Si le cae una gota de agua a la cuerda, solo se manchará una zona, sin impregnarla entera. Pero si a un hilo le echas la misma gota, comenzará a propagar el agua a lo largo de varios centímetros. La gotita accidental es, en el caso neuronal, una apertura aleatoria de los  canales iónicos del axón (que son pequeñas válvulas que dejan fluir iones de potasio, sodio o calcio para generar los impulsos eléctricos). Como afirma Douglas Fox en su artículo “La física de la inteligencia”, “debido a su pequeño tamaño (el de las válvulas), las meras fluctuaciones térmicas abren y cierran canales”. Si el axón tiene un determinado grosor, estas fluctuaciones no crearán una reacción en cadena, ya que la apertura de un canal no derivará en la de sus vecinos por simple cuestión de distancia. Como en la cuerda del barco, ¿me siguen? En el caso del hilo, o del axón estrecho, la apertura aleatoria derivará en un impulso sin información. Es decir, excitará las células nerviosas para nada, generando lo que conocemos por ruido.  
¿Y por qué demonios tiene lugar esta apertura de las válvulas de forma aleatoria? ¿No sería más fácil que las válvulas sólo se abrieran cuando tuvieran un impulso nervioso con información real? No generaría tanto ruido, pero costaría más energía. Como señala este artículo de la revista Investigación y Ciencia, “parece que las neuronas ahorran energía gracias a que el gatillo que dispara la apertura y cierre de los canales iónicos es extremadamente sensible. El precio que pagan por ello es que cada canal se abre y se cierra de manera poco predecible.” Un ejemplo para que mis ciegos lo vean. Si ponemos un sistema de luz en el salón de casa que se active con el movimiento, puede que tengamos la bombilla del salón encendida por el revoloteo de una mosca (se generaría ruido). Sin embargo, con el sensor de movimiento nos ahorramos el esfuerzo de buscar el interruptor y subirlo para tener luz en la sala de estar.
Vale, desechemos la opción de hacernos más inteligentes a partir de una mayor densidad de neuronas en un cerebro de igual tamaño. En la sección de la semana pasada también olvidamos la idea de agrandar el cerebro, ya que tendríamos unas células nerviosas con axones largos y lentos debido a la lejanía entre ellas. El procesamiento de la información sería más lento, como ocurre en el cerebro de los elefantes. Además, las neuronas alejadas consumirían muchísima energía. ¿Hay otras alternativas para aumentar nuestras humildes capacidades intelectuales? Pues sí y no. Haberlas hay las. Pero con efectos secundarios.
Podríamos, por un lado, aumentar las conexiones entre las neuronas. La comunicación entre las partes del cerebro se aceleraría, pero siempre a costa de un cableado que ocuparía demasiado espacio y un enorme consumo de energía. La última opción es engrosar los axones sin agrandar el cerebro para aumenta la rapidez con que las señales pasan de neurona a neurona. Pero ocurriría exactamente lo mismo que en el caso anterior: los axones ocuparían mucho sitio y necesitarían una enorme cantidad de energía. Que no hay manera, vamos; ni cerebros más grandes, ni más neuronas, más conexiones o axones más gruesos. Por ahora, nos quedaremos con la tontería que la evolución nos ha dado.
Hay algo curioso en los cerebros. Si analizáramos el de una abeja, un pulpo y un mamífero, a primera vista no se parecerían en nada. Aun así, al fijarnos “en los circuitos cerebrales encargados de tareas como la visión, el olfato o la memoria episódica, comprobaremos que todos ellos se arreglan conforme a las mismas disposiciones básicas. Una convergencia evolutiva semejante suele indicar que la solución anatómica o fisiológica en cuestión ha llegado a su madurez, por lo que tal vez no quede mucho lugar para posibles mejoras.”. Así comenta Douglas Fox en este artículo las limitaciones que impone la naturaleza a la evolución.
Mientras escribía esta paranoia neuronal, unos compañeros se enfrascaron en una discusión sobre la inteligencia. ¿Qué es? ¿Puede medirse? ¿Hay distintos tipos? ¿Son inteligentes los animales? Lo único que saqué en claro es que el concepto lo hemos creado nosotros, por lo que lo abordaremos siempre desde un punto de vista antropocéntrico. 
Yo no soy inteligente, eso está claro. Soy lista, que es distinto.


[1] FOX, Douglas, “La física de la Inteligencia”, Investigación y Ciencia, septiembre 2011, pág 21.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Cerebritos

¿Realmente somos tan inteligentes como nos  creemos? En esta sección he defendido en más de una ocasión que no, que nuestras capacidades no van mucho más allá que las de un orangután. Pero ya saben, en el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Nuestro parche en el ojo quizá nos impida ver nuestras limitaciones. Nuestro ego también. Cuando pensamos en nuestro futuro podemos imaginar grandes cabezas con un cerebro gigante y unas conexiones neuronales ultrarrápidas. Sin embargo, un artículo publicado en la revista Investigación y Ciencia en el mes de septiembre sugiere algo completamente distinto. ¿Y si nuestro pequeño órgano de base neuronal tenga tamaño y funcionalidad limitados por las leyes de la física? ¿Y si no pudiéramos ser más inteligentes? Mi atención captó al instante. Si la suya también, intentemos curar esa ceguera, mis ciegos.
Cuanto más grande, mejor. Sobre esa creencia comenzaron en el siglo XIX los estudios sobre la masa cerebral de los animales. Freud se habría puesto las botas con esta gente. En fin, el caso es que se dieron cuenta de un detalle: una vaca tiene un cerebro mucho más grande que el de un ratón, pero no es más inteligente. ¿Qué ocurre? Pues que los cerebros aumentan con respecto a la masa corporal porque tienen que cubrir una serie de tareas rutinarias que no hacen al animal más inteligente. Como se afirma en este artículo titulado “Física de la inteligencia”, “controlar más nervios táctiles, procesar las señales procedentes de retinas más amplias y controlar un mayor número de fibras musculares” no te hace ni más inteligente ni más guay, simplemente más grande.
Un cerebro enorme da quebraderos de cabeza (y nunca mejor dicho) para distribuir la información. No es lo mismo la rápida distribución que podemos ver en el cerebro de una abeja, con un grupito muy reducido de neuronas, que en el de un elefante. Cuando un cerebro aumenta de tamaño en un principio aumenta el tamaño de las neuronas, ya que eso les permite tener un número mayor de conexiones con las vecinas. Sin embargo, “en la corteza cerebral, cuanto mayores son las células, menor es la densidad de neuronas, con lo que la distancia entre ellas aumenta”.
Las células nerviosas son como un pequeño huevo frito con muchos apéndices cortos (las dendritas) y uno largo (el axón). Mediante estos apéndices las neuronas se “conectan” unas con otras y se transmiten información mediante un proceso llamado sinapsis. Cuando el cerebro es grande el axón se ve forzado a aumentar de tamaño para mantener la comunicación entre células cada vez más lejanas. Para que la distancia no influya en la rapidez de la información los axones se hacen más gruesos, “ya que la velocidad del impulso aumenta con el espesor del axón”. Pero, entonces, ¿qué tenemos? Un cerebro que aumenta y aumenta de tamaño, como una serpiente que se muerde la cola, ya sea por una mayor distancia entre neuronas o por el grosor del axón (que multiplica la distancia, lo que engrosa los axones,… y así hasta el infinito).
En los cerebros grandes las funciones suelen diferenciarse por hemisferios. Uno se encarga del lenguaje y otro del reconocimiento de rostros, por ejemplo. “Esta lateralización del cerebro fue considerada durante décadas una señal distintiva de inteligencia”, tal como afirma Douglas Fox, colaborador en varias revistas científicas  y autor del artículo. No obstante, lo que ocurre realmente no es que el portador de este órgano nervioso mayor sea más inteligente, sino que al tener más neuronas, todas no pueden estar igual de bien conectadas y se reparten el trabajo por grupos. Es como el estado español, para entendernos. El gobierno central no puede abarcar todas las funciones regionales, por lo que nos dividimos en autonomías que se ocupen de determinadas competencias. Lo que no quiere decir que el país en su conjunto vaya mejor, solo que estamos demasiado lejos como para responder con eficiencia a las necesidades particulares de cada lugar.
En los primates ocurre una cosa curiosa. En lugar de tener cerebros mayores con algunas neuronas más pero más alejadas entre sí, al doblarse el peso cerebral se dobla el número de neuronas, lo que influye en la cercanía y la velocidad de la transmisión de señales. En los roedores, por ejemplo, cuando se dobla la masa cerebral solo aumenta en un 60% el número de neuronas. Siguiendo esta lógica, “un ratón, con la proporción habitual en esos animales, necesitaría un cerebro de 45 kilogramos” para alcanzar el número de neuronas que tenemos los humanos.
Recapitulemos. Tenemos más neuronas a medida que aumenta la masa de nuestro cerebro, lo que deriva en una mayor conectividad y en un menor tamaño neuronal. Están más cerca, se comunican mejor y más rápido. Ojo, esto nos ocurre a nosotros y al resto de primates, que quede claro. Otros animales con cerebros enormes, como los elefantes o las ballenas, no tienen esta ventaja. Por tanto, el aumento de masa no ha ido acompañado de un igual aumento del número de neuronas, por lo que se ven unos cacharros enormes con una baja densidad de neuronas (relativamente, claro, porque estamos hablando de cerebros inmensos), una gran distancia entre ellas y una velocidad de comunicación bastante baja.
Pero no nos creamos la alegría de la evolución, ya que nuestra maquinita de pensar quizá ya no dé para más. ¿Llegaremos algún día a esos cabezones con ojos grandes y capacidad para ver a través de las paredes? Eso mejor dejarlo para la próxima sección. Pero yo cada día veo más tonto suelto, no sé usted. ¿De verdad les aumenta a los políticos de este país el número de neuronas con la masa?

domingo, 30 de octubre de 2011

Desamor y otras dolencias

 ¿Las segundas partes nunca fueron buenas? Pues esta es una segunda parte, se siente. Y espero que buena. El tabú sexual de esta sociedad merece tres, cuatro y hasta cinco secciones. Pero no, saturar a mis ciegos con tanta emoción y hormona junta no es rentable. Parte de mi público puede salir despavorido al pensar que de Biología en la radio ha pasado a dos rombos. Ciencia, no más. El objeto de estudio hoy será, de nuevo, el sexo.
Si el fin de semana te apetece salir para volver a casa acompañado, puedes tener la suerte de terminar con subidón de dopamina, la hormona del placer.  Si la cosa fue tan bien, tendrás necesidad de repetir, ya sea con la misma persona o con cualquier otra. Lo que te pide el cerebro es otro chutazo de dopamina, incluso hasta sentir cierta adicción. Pero mientras todo sea dopamina, la cosa va bien; el amor aún no ha entrado en juego, sigue disfrutando de tu aventura tranquilo.
Según Pere Estupinyá, autor del libro de divulgación científica El ladrón de cerebros,  la cosa empieza a complicarse cuando te sientes desorientado tras la despedida, cuando pienses que esa persona tiene <<algo>> diferente, cuando su ausencia te cause intranquilidad. Cuidado, entras en peligrosos territorios: empiezas a enamorarte. Aquí llega la señora oxitocina.
Cada orgasmo al practicar sexo con esa persona será una impresionante cascada de oxitocina. Esta pequeña traidora hará que a su lado no tengas miedo, que estés a gusto, que aumente tu confianza, tu generosidad, que tu felicidad sea la suya… Tal como señala Estupinyá, “Si hubiera una hormona del amor, ésta sería la oxitocina.”
Pero no hay que bajar la guardia, las hormonas suben y bajan como si de adolescentes se tratara. Si la pareja no mantiene los lingotazos de esta llave del amor a base de orgasmos, puede que el apego vaya disminuyendo hasta casi desaparecer. Si la llama se apaga para ambos a la vez, el final será tranquilo y poco dramático. Sin embargo, la catástrofe puede llegar cuando se produce una separación repentina y los niveles de oxitocina aún son considerablemente altos. Ya sea para uno o para los dos. En palabras de Pere, “la química cerebral se vuelve loca”. Te obsesionas, te desesperas, quieres volver con esa persona a toda costa. En definitiva, tienes mal de amores, y del chungo.  
Ver de nuevo al ser amado es un suicidio hormonal. Aunque durante un tiempo tus neuronas del placer se nieguen en rotundo a segregar dopamina, es mejor esperar a que pase la tormenta (que siempre pasa, por cierto) que recaer en la angustia amorosa. Cito de nuevo El ladrón de cerebros para ilustrar la situación. “Es como si pretendes curar al alcohólico diciéndole: <<Debes dejar de beber. Pero puedes continuar yendo a los mismo bares, no hace falta que tires las botellas de tu casa y dale un inocente beso al vino cada cierto tiempo>>.” Así que ármate de valor, tira sus fotos, borra su teléfono y vete de fiesta.
Curiosamente, la oxitocina no se descubrió por primera vez en los orgasmos entre parejas, sino en el momento del parto. Por consiguiente, la relacionaron, en principio, con el apego que sienten las madres hacia sus hijos. Cuando detectaron las grandes cantidades de esta hormona que se segregan en el éxtasis sexual, empezaron a cuestionarse si no sería ésta también la causante de la unión afectiva de los enamorados. Para saber si estaban en lo cierto realizaron una serie de experimentos con 2 tipos de ratones de campo: unos que tenían relaciones monógamas y otros que no.  Inyectaron oxitocina en los cerebros de los ratones promiscuos y, al poco tiempo, comenzaban a crear relaciones estables. Y para corroborar más aún la teoría de la oxitocina como diosa del amor, al bloquear los efectos de esta hormona en los ratones monógamos, estos comenzaban a tener relaciones infieles. Toma ya. Fidelidad, amor y sexo felizmente unidos en una sola hormona.
Otro curioso experimento es el que probó la oxitocina como instrumento para aumentar la confianza, ya no solo en las parejas o entre familiares, sino en cualquier otra relación social. Se cogió a dos grupos de voluntarios, a uno de ellos se les metió oxitocina intranasal y a otros no. A ambos grupos se les proponía invertir en el proyecto de una persona desconocida. Tal como comenta Pere Estupinya, “Los resultados publicados en Nature sugerían que, efectivamente, la oxitocina reducía los miedos y aumentaba la confianza en las relaciones sociales.” En otras palabras, los chutes hormonales hacían que los yonquis pusieran más pasta en los proyectos que se les planteaba.
Vamos a ver: buen sexo, amor, apego familiar y confianza empresarial. Las perfectas características para un producto de consumo de masas. Al poco de terminar las investigaciones con ratones y con humanos, una empresa decidió que era rentable sacar un producto a base de oxitocina. El llamado Liquid Trust es un spray especialmente indicado para todo aquel que quiera ligar, hacer negocios o transmitir confianza. Es decir, es un spray para todos y para todo. ¿Olerá bien?
Tras estos estudios conductuales y químicos hay una pregunta obligada: ¿somos algo más que un río de hormonas incontroladas que determinan nuestro comportamiento?  Siguiendo las palabras de Pere: “¡Claro que no somos sólo química! También somos… somos… ¡Seguro que debe haber algo más! ¿O no?”. Ese estudio se los dejo a ustedes. En cualquier caso no cojan esta sección como excusa para la infidelidad.  Si no sientes oxitocina por una persona, mejor déjala, ¡y a otra cosa, mariposa!

Tabú


Bienvenidos todas y todos, chicos y chicas, firguenses o no, oyentes en general. Repito, bienvenidos de nuevo a Biología para ciegos. Mis queridos invidentes sedientos de explicaciones biológicas, por fin hemos vuelto. Ya era hora, les echaba de menos. Y a mis pequeñas y motivadoras pseudoinvestigaciones, claro está. Esas sobre aspectos que, de manera más o menos exitosa, intento trasladar a la cultura general. Esas sobre aspectos que, de manera más o menos exitosa, intento que intenten entender. Y tras tanta t tonta y una introducción de lo más breve (es decir, dos veces buena), procedo a tirarme de cabeza a la piscina. Empaparme de biología es de lo más delicioso. Vamos allá, mis ciegos.
Sexo. Empezamos fuerte, lo sé. Pero es un complejo proceso por el que mucho me he interesado. Informado, quiero decir. Fuera ya de las estúpidas risitas o los gestos de espanto que pueden suscitar las investigaciones en este ámbito, ambos generados por un absurdo tabú social o por simple desconocimiento; fuera, digo, de todo ello, hay un apasionante campo de estudio. Para introducirnos en el tema comentaré las conclusiones a las que ha llegado Marvin Harris, gran antropólogo donde los haya, en su obra “Nuestra especie”. Muy recomendada, por cierto, para aquellos que no tengan miedo de conocerse un poco mejor a sí mismos.
El apetito sexual humano queda por debajo del alimentario cuando ambos no están en igualdad de condiciones. Me explico: cuando alguien se encuentra en una situación de grave déficit alimentario pierde el deseo sexual. Sin embargo, una persona que lleva un largo período sin disfrutar del sexo no pierde el apetito. De hecho, en ocasiones se acrecienta para mitigar las penas de la cama. Peeero, en igualdad de condiciones, cuando un ser humano está perfectamente alimentado y tiene acceso a fuentes de placer, ya puede esperar el banquete para después de.
Algún experimento con ratas y perros muestran un criterio diferente. Si se les da acceso a un interruptor con una pequeña descarga eléctrica que estimule sus centros de placer y otro que de acceso a comida o agua, muchos de estos animales elegirán estimularse repetidamente con chutes de placer hasta morir de hambre o de sed. 
Dejando a un lado estos yonquis del sexo, ¿cuál es su fin último? La reproducción y el cóctel de genes. Para ello, debe haber una simultaneidad entre el coito y la ovulación. Muchas especies animales usan señales inequívocas para dar a entender que la hembra ovula. El macho recibe el fuerte olor que desprenden o escucha sus eróticos gemidos y sabe que ha llegado lo bueno. Nosotras, las chicas, hasta donde yo sé ni gritamos ni desprendemos un olor característico en estas ocasiones. Por lo que lo único que nos queda como especie para dar en el clavo (en la fecundación, mejor dicho) es intentarlo sin parar. Es otra opción, ¿no? Y más divertida, por supuesto. Por esta razón, los humanos sanos podemos practicar sexo todos los días del año, o al menos desde la adolescencia hasta bien entrada la mediana edad. Tal como dice Marvin Harris en su libro, “para adivinar dónde se esconde el premio levantamos todos los cubiletes.”.
Otra curiosidad sexual: los senos. ¿Por qué están permanentemente hinchados? Las hembras primates, incluidas las hembras de los grandes simios, como lo son los gorilas, chimpancés y orangutanes, aumentan el tamaño de sus senos exclusivamente cuando están lactando. Sin embargo, nosotras, chicas humanas, desarrollamos el pecho en la pubertad y ahí se queda, siempre.
Los senos están formados fundamentalmente de grasa. Por tanto, el hecho de que permanezcan abultados constantemente en la hembra de nuestra especie no tiene absolutamente nada que ver con la capacidad para lactar. Entonces, ¿por qué están ahí? Según afirma Harris, es un reclamo sexual para los machos. Y tanto, dirán ustedes. Pero lo que hoy supone una lógica aplastante en nuestra cultura quizá no lo fuera para la genética durante mucho tiempo.
En el caso del chimpancé pigmeo, por ejemplo, las señales sexuales están en un lugar donde animales que corren a cuatro patas las puedan ver bien, sobre todo si vas detrás. Citando a Marvin Harris: “La aparición de tumescencias perineales semipermanentes en el chimpancé pigmeo puede arrojar luz sobre el enigma de que las humanas sean las únicas hembras primates cuyos pechos se encuentran permanentemente desarrollados.” Es decir, que a nosotros, que caminamos erguidos, nos costaba menos vernos el pecho que los cuartos traseros. Pero aún queda un asunto, ¿por qué tener los senos hinchados de forma constante? Pues, como ya dije antes, porque somos una especie que sustituimos la calidad por la cantidad para dar en el clavo de la ovulación. Si estamos siempre receptivos, ¿por qué no mostrarlo al mundo?
Como pueden ver, mis ciegos (oír, se entiende), la mejor forma de quitarnos tabúes de encima es analizándolos de forma científica. Sobre el sexo entre seres humanos se podrían escribir infinidad de páginas. Y las hay, de hecho. Solo debemos interesarnos por un tema para desmigajarlo y desmitificarlo, conocerlo y conocernos de paso un poquito mejor a nosotros mismos. La carga cultural al hablar de sexo es infinita. Sin embargo, si nos desligamos de prejuicios, podemos llegar a recorrer innumerables recovecos de nuestra propia curiosidad. Hermoso espacio, por cierto, porque la curiosidad es el remoto lugar de mi conciencia donde surge Biología para ciegos.