miércoles, 23 de noviembre de 2011

La colega de la guadaña

Quizá macabro, pero real como la vida misma. El tema de hoy es una parte tétrica pero cotidiana en la biología: la muerte. ¿Por qué demonios morimos? ¿Qué función tiene la muerte? Una cuestión fundamental en medicina, resulta ser la prolongación de la vida unida a una prolongación de la juventud. Pongamos el ejemplo del troyano Titono. El tío se lió con una diosa, y esta pidió a Zeus que le diese a Titono la inmortalidad. Sin embargo, se olvidó de nombrar la juventud, por lo que Titono fue eternamente viejo. ¿De qué nos sirve aumentar la esperanza de vida si no va unida a una más larga juventud? Existen casos en la naturaleza en los que ambos conceptos han ido de la mano. Un buen ejemplo son las zarigüeyas. Aquellas que han vivido en ambientes protegidos de depredadores durante milenios viven el doble y envejecen mucho más lento. Pero nosotros, pobres humanos, hemos aumentado considerablemente nuestra esperanza de vida solo para ser viejos más años. La juventud sigue levantando el vuelo a la misma edad y la vida máxima sigue siendo los 120 años pese a todos los avances en higiene y medicina. ¿Acaso tenemos una muerte programada? ¿Existe acaso este tipo de muerte?
Para responder a esta pregunta adentrémonos en el mar. Nos encontramos de repente con una floración de cianobacterias, un cúmulo de bacterias azul verdosas suspendidas en el agua. Estos organismos procariotas, es decir, sin núcleo celular, realizan la fotosíntesis y expulsan oxígeno como desecho. Tuvieron una inmensa importancia en la oxigenación de nuestra atmósfera, que hace tres mil millones de años de oxígeno tenía lo que yo de piloto. El caso, las cianobacterias. Te las encuentras ahí, todas juntitas flotando en el mar en una colonia verdosa. Vas al día siguiente con tu yate y ya no están, la colonia se ha disuelto de la noche a la mañana. ¿Qué ha pasado?
Citando a Nick Lane, autor del libro Los diez grandes inventos de la evolución, “Estas enormes multitudes de bacterias no se mueren sin más: se suicidan de forma totalmente deliberada. Todas y cada una de las cianobacterias contienen en su interior la maquinaria de la muerte, un antiguo sistema de enzimas extraordinariamente similares a los de nuestras propias células, dedicados a desmantelar la célula desde dentro.”
¿Cómo va a suicidarse una cianobacteria? ¡Anda ya! Este hombre fuma algo que le sienta muy mal… Pues no. Es totalmente cierto. Las cianobacterias se suicidan, tienen mecanismos para suicidarse. Un mecanismo muy, pero que muy parecido al que tienen las células de su cuerpo, querido ciego. Este aspecto lo trataré en la siguiente sección, así que por ahora intentemos entender por qué demonios se autoaniquilan las bacterias verdosas.
Virus bacteriófago atacando a una bacteria.
Los virus bacteriófagos tienen algo que ver. Estos pequeños malvados infectan a la bacteria inyectando su material genético para bloquear las funciones normales de la célula. De esta forma, la bacteria comienza a “crear” virus dentro de sí misma hasta que se rompe la membrana celular, salen los virus y se van tan campantes a infectar a otras células. La batalla entre bacteriófagos y bacterias está muy relacionada con la capacidad autosuicida. Como hemos visto los virus pueden poner en peligro toda la floración, ya que puede aumentar de forma exponencial el número de células infectadas. Ante este o cualquier otro peligro para la colonia (“como la radiación ultravioleta intensa o la privación de nutrientes”[1]) las cianobacterias se destrozan a sí mismas por dentro.
Todo el proceso se pone en marcha mediante la activación de unas enzimas de la muerte llamadas caspasas. Las enzimas son moléculas que aceleran las reacciones químicas que tienen lugar dentro de la célula. A mí me las explicaron de la siguiente manera: si en tu casa hay un mosquito y lo quieres matar de un zapatillazo en el aire poco vas a conseguir; pero si el insecto se posa en la pared la cosa se facilita. La pared es la enzima que junta las moléculas necesarias para que tenga lugar la reacción. ¿Por qué me salen ejemplos tan macabros?
Tal como afirma Lane en su obra, “Estas especializadas proteínas de la muerte (las caspasas) destrozan las células desde dentro. Actúan en cascadas, en las cuales una enzima de la muerte activa la siguiente de la cascada, hasta que cae sobre la célula un ejército completo de verdugos”. Verdugos, por cierto, que activa la propia cianobacteria, ya que es mejor suicidarse que ser asesinado por un miserable virus que puede cargarse a toda la colonia.

Aquí os dejo un ejemplo de cómo actúan las capasas en células enfermas. Yo flipé con el vídeo. Gracias, Celia ;)


Menudo sentido de la responsabilidad, chaval. Además, es un suicidio colectivo para que unas pocas sobrevivan y puedan crear una nueva floración cuando pase el peligro. Rollo “¡No te preocupes por mí! ¡Sálvate tú!”. Las células más débiles se quitan de en medio ante una amenaza activando las caspasas. Pero las más fuertes se convierten en esporas resistentes que crean una ciudad de cianobacterias en otro lugar más seguro.
¿Recuerdan el paseo en yate y el encuentro con la colonia de bacterias verdosas? Cuando volvíamos al día siguiente no había nada. Ahora sabemos por qué. Una tragedia había tenido lugar ante nuestras narices y nosotros sin darnos cuenta. La floración desapareció por el suicidio de muchas de sus componentes. Algunas pocas supervivientes quedaron sin rumbo en busca de un nuevo hogar.
Las cianobacterias llevan en este planeta… buff! Lo más grande. ¿No tendrá acaso su autodestrucción alguna relación con la que se produce en las células de nuestro propio cuerpo? ¿Están aquí las bases de la muerte? Nick Lane puso a la colega de la guadaña como uno de los grandes inventos de la evolución. Quizá así sea, porque, tal como dijo la mamá de Forrest Gump, la muerte forma parte de la vida.




[1] LANE, Nick, 2009, Los diez grandes inventos de la evolución, Madrid, Editorial Ariel.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Estrechez mental

Hace más de cinco décadas que los ingenieros empezaron a miniaturizar los transistores para empaquetarlos en dispositivos cada vez más pequeños. Ha llegado un punto en el que las minúsculas dimensiones comienzan ser un problema. Estos cacharritos se encargan de decidir si hay señales eléctricas que transmitir, ya sea en fibra óptica, en transmisiones por radio o en los circuitos integrados de los ordenadores[1]. Cuando llegan a un punto de pequeñez, unos 10 nanómetros, un simple átomo de boro puede desestabilizar todo el transistor, lo que afecta a su funcionamiento. En este caso el transistor ya no sabría diferenciar entre una verdadera señal y el ruido.
Exactamente lo mismo ocurre con las neuronas. Como vimos en la sección anterior, los seres humanos hemos conseguido tener  más neuronas, más pequeñas y más interconectadas de lo que correspondería a un cerebro como el del homo sapiens. Una forma de optimizar nuestras capacidades cerebrales sería, siguiendo esta lógica, tener neuronas cada vez menores. Pero parece que hemos llegado a un punto en el que, como ocurre con los transistores, existe un “límite físico de miniaturización”. Como la creatividad de los guionistas de El Intermedio: no puede ser menor.
Si las neuronas fuesen cada vez más pequeñas tendrían axones (ya saben, la ramificación larga de las células nerviosas) cada vez más estrechos. Esto tendría consecuencias negativas por la generación de ruido, de impulsos nerviosos que no quieren decir nada. Intentaré explicarme. Imagínense una cuerda muy robusta, como las que se utilizan para los barcos en los muelles. Si le cae una gota de agua a la cuerda, solo se manchará una zona, sin impregnarla entera. Pero si a un hilo le echas la misma gota, comenzará a propagar el agua a lo largo de varios centímetros. La gotita accidental es, en el caso neuronal, una apertura aleatoria de los  canales iónicos del axón (que son pequeñas válvulas que dejan fluir iones de potasio, sodio o calcio para generar los impulsos eléctricos). Como afirma Douglas Fox en su artículo “La física de la inteligencia”, “debido a su pequeño tamaño (el de las válvulas), las meras fluctuaciones térmicas abren y cierran canales”. Si el axón tiene un determinado grosor, estas fluctuaciones no crearán una reacción en cadena, ya que la apertura de un canal no derivará en la de sus vecinos por simple cuestión de distancia. Como en la cuerda del barco, ¿me siguen? En el caso del hilo, o del axón estrecho, la apertura aleatoria derivará en un impulso sin información. Es decir, excitará las células nerviosas para nada, generando lo que conocemos por ruido.  
¿Y por qué demonios tiene lugar esta apertura de las válvulas de forma aleatoria? ¿No sería más fácil que las válvulas sólo se abrieran cuando tuvieran un impulso nervioso con información real? No generaría tanto ruido, pero costaría más energía. Como señala este artículo de la revista Investigación y Ciencia, “parece que las neuronas ahorran energía gracias a que el gatillo que dispara la apertura y cierre de los canales iónicos es extremadamente sensible. El precio que pagan por ello es que cada canal se abre y se cierra de manera poco predecible.” Un ejemplo para que mis ciegos lo vean. Si ponemos un sistema de luz en el salón de casa que se active con el movimiento, puede que tengamos la bombilla del salón encendida por el revoloteo de una mosca (se generaría ruido). Sin embargo, con el sensor de movimiento nos ahorramos el esfuerzo de buscar el interruptor y subirlo para tener luz en la sala de estar.
Vale, desechemos la opción de hacernos más inteligentes a partir de una mayor densidad de neuronas en un cerebro de igual tamaño. En la sección de la semana pasada también olvidamos la idea de agrandar el cerebro, ya que tendríamos unas células nerviosas con axones largos y lentos debido a la lejanía entre ellas. El procesamiento de la información sería más lento, como ocurre en el cerebro de los elefantes. Además, las neuronas alejadas consumirían muchísima energía. ¿Hay otras alternativas para aumentar nuestras humildes capacidades intelectuales? Pues sí y no. Haberlas hay las. Pero con efectos secundarios.
Podríamos, por un lado, aumentar las conexiones entre las neuronas. La comunicación entre las partes del cerebro se aceleraría, pero siempre a costa de un cableado que ocuparía demasiado espacio y un enorme consumo de energía. La última opción es engrosar los axones sin agrandar el cerebro para aumenta la rapidez con que las señales pasan de neurona a neurona. Pero ocurriría exactamente lo mismo que en el caso anterior: los axones ocuparían mucho sitio y necesitarían una enorme cantidad de energía. Que no hay manera, vamos; ni cerebros más grandes, ni más neuronas, más conexiones o axones más gruesos. Por ahora, nos quedaremos con la tontería que la evolución nos ha dado.
Hay algo curioso en los cerebros. Si analizáramos el de una abeja, un pulpo y un mamífero, a primera vista no se parecerían en nada. Aun así, al fijarnos “en los circuitos cerebrales encargados de tareas como la visión, el olfato o la memoria episódica, comprobaremos que todos ellos se arreglan conforme a las mismas disposiciones básicas. Una convergencia evolutiva semejante suele indicar que la solución anatómica o fisiológica en cuestión ha llegado a su madurez, por lo que tal vez no quede mucho lugar para posibles mejoras.”. Así comenta Douglas Fox en este artículo las limitaciones que impone la naturaleza a la evolución.
Mientras escribía esta paranoia neuronal, unos compañeros se enfrascaron en una discusión sobre la inteligencia. ¿Qué es? ¿Puede medirse? ¿Hay distintos tipos? ¿Son inteligentes los animales? Lo único que saqué en claro es que el concepto lo hemos creado nosotros, por lo que lo abordaremos siempre desde un punto de vista antropocéntrico. 
Yo no soy inteligente, eso está claro. Soy lista, que es distinto.


[1] FOX, Douglas, “La física de la Inteligencia”, Investigación y Ciencia, septiembre 2011, pág 21.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Cerebritos

¿Realmente somos tan inteligentes como nos  creemos? En esta sección he defendido en más de una ocasión que no, que nuestras capacidades no van mucho más allá que las de un orangután. Pero ya saben, en el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Nuestro parche en el ojo quizá nos impida ver nuestras limitaciones. Nuestro ego también. Cuando pensamos en nuestro futuro podemos imaginar grandes cabezas con un cerebro gigante y unas conexiones neuronales ultrarrápidas. Sin embargo, un artículo publicado en la revista Investigación y Ciencia en el mes de septiembre sugiere algo completamente distinto. ¿Y si nuestro pequeño órgano de base neuronal tenga tamaño y funcionalidad limitados por las leyes de la física? ¿Y si no pudiéramos ser más inteligentes? Mi atención captó al instante. Si la suya también, intentemos curar esa ceguera, mis ciegos.
Cuanto más grande, mejor. Sobre esa creencia comenzaron en el siglo XIX los estudios sobre la masa cerebral de los animales. Freud se habría puesto las botas con esta gente. En fin, el caso es que se dieron cuenta de un detalle: una vaca tiene un cerebro mucho más grande que el de un ratón, pero no es más inteligente. ¿Qué ocurre? Pues que los cerebros aumentan con respecto a la masa corporal porque tienen que cubrir una serie de tareas rutinarias que no hacen al animal más inteligente. Como se afirma en este artículo titulado “Física de la inteligencia”, “controlar más nervios táctiles, procesar las señales procedentes de retinas más amplias y controlar un mayor número de fibras musculares” no te hace ni más inteligente ni más guay, simplemente más grande.
Un cerebro enorme da quebraderos de cabeza (y nunca mejor dicho) para distribuir la información. No es lo mismo la rápida distribución que podemos ver en el cerebro de una abeja, con un grupito muy reducido de neuronas, que en el de un elefante. Cuando un cerebro aumenta de tamaño en un principio aumenta el tamaño de las neuronas, ya que eso les permite tener un número mayor de conexiones con las vecinas. Sin embargo, “en la corteza cerebral, cuanto mayores son las células, menor es la densidad de neuronas, con lo que la distancia entre ellas aumenta”.
Las células nerviosas son como un pequeño huevo frito con muchos apéndices cortos (las dendritas) y uno largo (el axón). Mediante estos apéndices las neuronas se “conectan” unas con otras y se transmiten información mediante un proceso llamado sinapsis. Cuando el cerebro es grande el axón se ve forzado a aumentar de tamaño para mantener la comunicación entre células cada vez más lejanas. Para que la distancia no influya en la rapidez de la información los axones se hacen más gruesos, “ya que la velocidad del impulso aumenta con el espesor del axón”. Pero, entonces, ¿qué tenemos? Un cerebro que aumenta y aumenta de tamaño, como una serpiente que se muerde la cola, ya sea por una mayor distancia entre neuronas o por el grosor del axón (que multiplica la distancia, lo que engrosa los axones,… y así hasta el infinito).
En los cerebros grandes las funciones suelen diferenciarse por hemisferios. Uno se encarga del lenguaje y otro del reconocimiento de rostros, por ejemplo. “Esta lateralización del cerebro fue considerada durante décadas una señal distintiva de inteligencia”, tal como afirma Douglas Fox, colaborador en varias revistas científicas  y autor del artículo. No obstante, lo que ocurre realmente no es que el portador de este órgano nervioso mayor sea más inteligente, sino que al tener más neuronas, todas no pueden estar igual de bien conectadas y se reparten el trabajo por grupos. Es como el estado español, para entendernos. El gobierno central no puede abarcar todas las funciones regionales, por lo que nos dividimos en autonomías que se ocupen de determinadas competencias. Lo que no quiere decir que el país en su conjunto vaya mejor, solo que estamos demasiado lejos como para responder con eficiencia a las necesidades particulares de cada lugar.
En los primates ocurre una cosa curiosa. En lugar de tener cerebros mayores con algunas neuronas más pero más alejadas entre sí, al doblarse el peso cerebral se dobla el número de neuronas, lo que influye en la cercanía y la velocidad de la transmisión de señales. En los roedores, por ejemplo, cuando se dobla la masa cerebral solo aumenta en un 60% el número de neuronas. Siguiendo esta lógica, “un ratón, con la proporción habitual en esos animales, necesitaría un cerebro de 45 kilogramos” para alcanzar el número de neuronas que tenemos los humanos.
Recapitulemos. Tenemos más neuronas a medida que aumenta la masa de nuestro cerebro, lo que deriva en una mayor conectividad y en un menor tamaño neuronal. Están más cerca, se comunican mejor y más rápido. Ojo, esto nos ocurre a nosotros y al resto de primates, que quede claro. Otros animales con cerebros enormes, como los elefantes o las ballenas, no tienen esta ventaja. Por tanto, el aumento de masa no ha ido acompañado de un igual aumento del número de neuronas, por lo que se ven unos cacharros enormes con una baja densidad de neuronas (relativamente, claro, porque estamos hablando de cerebros inmensos), una gran distancia entre ellas y una velocidad de comunicación bastante baja.
Pero no nos creamos la alegría de la evolución, ya que nuestra maquinita de pensar quizá ya no dé para más. ¿Llegaremos algún día a esos cabezones con ojos grandes y capacidad para ver a través de las paredes? Eso mejor dejarlo para la próxima sección. Pero yo cada día veo más tonto suelto, no sé usted. ¿De verdad les aumenta a los políticos de este país el número de neuronas con la masa?